Manuel estaba loco por su cuñada Lucía. Tenía solo 20 años y una figura escultural, con grandes pechos, caderas pronunciadas y labios carnosos. Manuel se casó con la hermana de Lucía hace dos años, pero sus ojos siempre estuvieron puestos en ella.
Su cuñada se veía divina en su vestido veraniego, el cual dejaba poco a la imaginación. Manuel tragó saliva con dificultad, intentando contener su erección. Sabía que debía resistirse a los impulsos que sentía hacia su cuñada, pero era demasiado tentador.
Un día, Manuel descubrió a Lucía llorando en la cocina. Su marido la había vuelto a reprender por nada. Manuel la abrazó consolándola, y pronto su mirada se posó en sus pechos, visibles a través del delgado brasier. Lucía se dio cuenta de su mirada lasciva y en lugar de apartarse, se frotó contra él.
Manuel no tardó en verse dominado por una excitación desbordante. Lucía parecía igualmente encendida. Sin pensar en las consecuencias, la llevó a su habitación y la empujó sobre la cama. Ella emitió un gemido de placer mientras Manuel besaba su cuello y deslizaba las manos por sus piernas.
Lucía le rogó que la hiciera suya, y Manuel accedió gustoso. La penetró con urgencia, olvidando por completo las prohibiciones y el bienestar de su familia. Fue un acto de lujuria desenfrenada, lleno de gemidos, jadeos y blasfemias.
Se vieron envueltos en un torbellino de pasión del que no pudieron escapar. Sus encuentros secretos se volvieron cada vez más intensos y frecuentes, obstaculizando sus vidas matrimoniales. Fue un juego de riesgo y seducción que Manuel estaba dispuesto a arriesgarlo todo con tal de poseer a su cuñada. Lucía estaba igualmente entregada a aquella relación prohibida y apasionada. Nada ni nadie lograría separarlos. Su amor estaba condenado, pero era demasiado poderoso para resistirse.