Angelica era una mujer gordita y sensual de 40 años. Vivía en el apartamento de al lado y me encantaba admirar su figura voluptuosa cuando salía al balcón. Siempre llevaba ropa ligera y reveladora, complaciéndose en provocar mis deseos.
No tardé en atreverme a hablar con ella, descubriendo una química ardiente tras nuestras miradas lascivas. Angelica confesó sentirse igual de atraída por mí. Fantaseamos con formas de complacer nuestros deseos mutuos.
Un día, sugerí que viniéramos a mi apartamento después de cenar para «seguir la fiesta». Angelica sonrió, ansiosa de vivir apasionadas aventuras conmigo. Accedió gustosa, deseosa de experimentar placeres prohibidos.
La llevé al salón y la empujé suavemente contra la pared, contemplando embelesado su cuerpo voluptuoso envuelto en seda. Comencé a besarla y acariciarla, saboreando su piel dorada. Angelica gimió, complacida de provocar mi excitación.
La llevé al balcón, contemplando la oscura y sensual noche. Me coloqué tras ella y le levanté la falda, acariciando su trasero gordo antes de hundirme en él. Gritó extasiada, deleitándose con cada embestida.
La tomé apoyada en la barandilla del balcón, presenciando la ciudad a nuestros pies. Sus gritos se confundieron con los de placer de los transeúntes, complacidos espectadores de nuestra loca pasión.
